Té de frutos rojos: El monstruo de los ojos ciegos


1 taza de porcelana blanca

Casi siempre me duele la cabeza cuando olvido respirar bien por las mañanas. Me ocurre seguido. Abro los ojos, no me muevo, hoy el brazo derecho está metido debajo de todo el peso de mi cuerpo tendido de medio lado hacia un extremo del colchón. La almohada está más arriba de mi cabeza porque dejó de darle apoyo al cuello en algún punto durante la madrugada, mientras mis extremidades experimentaban movimientos de baile involuntarios. Ahora mis piernas están paralizadas en una posición extraña, como de gancho metálico viejo, flacuchas, encorvadas, sin gracia. Tengo los dientes apretados, los labios cerrados, me duelen las muelas. Toda la noche dormí como masticando la carne invisible y tiesa de un muerto que cargo de otra vida. Entonces, primero suelto los músculos de la mandíbula, dejo que se me descuelgue, abro la boca, babeo un poco sobre la almohada. Con la lengua me acaricio el paladar y los cachetes por dentro, me recorro los dientes, me consiento los labios, me los humedezco esparciéndoles babas con la yema de los dedos... Bostezo, grande, grande, grande, abro bien grande. Me traquea algún ligamento que me sostiene la quijada por detrás de la oreja, lo escucho crujir y temo que se me vaya a quedar la boca haciendo esa misma mueca muerta para siempre, como los locos. Parpadeo muy poco. Siento hormigas guerreras desfilando en multitud por mi brazo atrapado bajo el peso de toda mi humanidad. El otro brazo no existe, está perdido entre las cobijas y no puedo moverlo por la sencilla razón de que no tengo conciencia de él, ni una sola pista en mi memoria de dónde lo pude haber dejado ni utilizado por última vez. 
Babeo, las babas me llegan hasta la oreja y tengo toda la mejilla húmeda, el cuello también se siente tibio, asqueroso. Nunca quiero levantarme. Siempre me cuesta despertar, no es el abrir los ojos, sino el despertar, ese acto de conciencia, de rendición, de aceptación, de reconciliación con el mundo al que había retado a una batalla de olvido la noche anterior. Me duele reconocerme viva de nuevo a la mañana. Me cuesta trabajo. Pero... No, ya no soy suicida, le temo a las alturas, a montar bici, a escalar montañas, a caerme de las ramas de un árbol, de algún tejado viejo y en mal estado, me aterra estrellarme en un bus de media noche bajo una lluvia animal, me asusta enfermar de cáncer, me llena de melancolía la idea de morir joven y sin conocer al amor de mi vida. Tengo ganas de vivir muchos años para cerrar este ciclo de esclavitud humana a la que mi alma está sometida desde hace siglos. Siento que si en esta vida no logro liberarme, nunca llegaré al cielo. Quiero dejar de reencarnar en este mundo lleno de caos.
Esta es mi última oportunidad. El día se pasó volando y acabo de tomar una ducha caliente. Estoy esperando a que me llames y me pidas que vaya a verte. 

Cuando empecé a escribir esto, yo tenía 23 años.






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